Rápido, como una exhalación, saltó al acantilado atravesando como un rayo la entrada del castillo.
Y de repente, se vio por unos segundos suspendido en el aire, con el viento acariciando su cuerpo, disfrutó como suponía que hacían los pájaros todos los días.
Pero esos segundos pasaron rápido, y la ley de la gravedad volvió a presentarse como la destructora de sueños que siempre había sido.
Con sus más de 500 toneladas avanzando a gran velocidad sobre el acantilado, su vida entera pasaba por delante, bueno…su vida no, solo aquello que recordaba, su estancia en una cueva y como conoció a Pedro. Y justo en ese momento, cuando su monótona vida pasaba en milésimas de segundo por su cabeza se dio cuenta que durante los últimos 80 años no había hecho más que esconderse, huir, vivir sobreviviendo.
La rabia que corría por sus venas le hizo despertar de su ensoñación y como si fuese parte de un encantamiento, y porque las rocas cada vez estaban más cerca de su cuerpo, movió sus alas. De arriba a abajo, de arriba abajo, con toda la fuerza, la voluntad y el esfuerzo que pudo… y cuando tan solo quedaban un par de metros para impactar contra las rocas, sus pequeñas alitas remontaron el vuelo, al menos lo justo para caer unos cuantos metros más atrás donde se sumergió en las oscuras profundidades marinas.
Ilustración de Daniel Montero Galán