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La Polinesia Meridional

Música con la que escribo.

Hoy, La Polinesia Meridional de La Casa Azul.

En la versión que escribe mi mente, montamos en un pequeño avión birreactor, a mediados de siglo veinte, en una realidad en colores pastel y acuarela dibujada en una libreta de apuntes.

Volamos observando esas pequeñas islas casi desconocidas en las que imaginamos nativos vestidos con hojas de palmera comiendo fruta caída de los árboles. Soy un viajero europeo etnocéntrico y prejuicioso. Perdonadme, es el personaje.

En la avioneta monta esa gente a la que más quieres, y a la que te llevarías a unas vacaciones de ensueño. Los chicos con pantalón corto blanco y camisa floreada, las chicas con vestidos vaporosos y pamelas de paja. Mientras sobrevolamos el Pacífico, una amable azafata con corona de flores nos ofrece cócteles en enormes vasos a base de zumos y alcohol que no da resaca.

Leí hace poco, o lo vi en algún documental, que lo que da placer a nuestro cerebro no son los premios o recompensas sino el momento previo a obtenerlos. El pitido del whatsapp y no el mensaje, el papel de regalo y no el contenido, el momento de llamar al timbre de su puerta y no su sonrisa al abrirla. Vale, su sonrisa siempre nos da un poco de placer extra.

Disfrutamos más del camino que no de la meta. En mi versión, la avioneta va cargada de esa gente a la que más quiero, disfrutando del vuelo que nos lleva a la Polinesia Meridional.


La Casa Azul tiene esa capacidad de remontarte el ánimo. La banda sonora perfecta para los retos del día a día.

La Casa Azul me ha regalado grandes momentos en sus conciertos y deliciosas coincidencias con amigos.

Guille (para los neófitos, él es La Casa Azul) y yo vivimos en el mismo pueblo. Me he encontrado con él varias veces, pero nunca me he atrevido a decirle nada. Me puede mi timidez y actúo de discreto voyeur. Un día, muy por la mañana, saliendo a correr, y sacando el hígado por la boca, girando en una calle, casi me lo como. Se le quedó cara de susto, pobre.

Un día puede que lo salude.