Cansado de oír siempre los mismos miedos, Pedro se perdió entre las sombras:
– Eres testarudo como una mula, pero tú verás. Sí quieres quedarte aquí, ¡hazlo!… Que tengas una buena noche.
Elliot había vuelto a ganar la batalla y, puesto que ya había anochecido, se permitió uno de los grandes y pocos lujos que tenía su escondite. A unos pocos metros, emergía un acantilado rocoso que les separaba del mar. En medio de la noche, con el océano iluminado por una blanca y brillante luna, Elliot se acostaba en las rocas y contemplaba las estrellas. Ese momento era el más feliz del día.
Con la mirada perdida en el cielo su mente volaba. Y así las horas pasaban hasta el amanecer, instante en el que despertaba de su ensoñación para volver a su asquerosa y lúgubre vida.
Ilustración de Daniel Montero Galán